Acabamos de conmemorar, un octubre más, el aniversario de la revolución de 1934. Este año han abundado las publicaciones de libros y los recuerdos en la prensa con diferentes opiniones de historiadores y de testigos presenciales que, como el tiempo no pasa en balde, cada vez son menos y además no eran más que unos niños cuando sucedieron los hechos. Quien esto escribe ha tenido también ocasión de participar en varias mesas públicas sobre el tema, algunas con muy pocos asistentes, pero siempre interesantes.
He aprendido poco y aportado aún menos, porque ya casi no se puede decir nada nuevo sobre el tema, y yo lo único que pude añadir fueron las anécdotas que escuché en muchas tardes de conversación con los profesores más fiables para anotar la historia reciente de Mieres, me refiero a aquellos jubilados que impartían su cátedra sobre los sucesos de los años 30 desde los bancos del parque Jovellanos y que hoy ya casi han desaparecido.
Hoy no voy a hablarles del desarrollo de los hechos revolucionarios, ni de su gestación, sino de lo que pasó tras el final de la lucha. Quiero contarles como se recuperó la normalidad de la vida cotidiana en Mieres en medio de la persecución y el castigo al que se vieron sometidos centenares de familias que habían participado directa o indirectamente en la insurrección.
Como seguramente recuerdan, la revolución terminó en Asturias a los 13 días de su inicio con la rendición de los mineros pactada por Belarmino Tomás para evitar más muertes innecesarias. La noticia llegó inmediatamente a Mieres y fue llevada hasta los últimos puntos en los que aún se mantenían combatientes activos. Según dejó escrito Manolé Grossi, hacia las diez de la noche se celebró una reunión para decidir qué se hacía con los presos que habían tomado los rebeldes y para salvaguardar su seguridad se tomó el acuerdo de mantenerlos en sus celdas hasta que el ejército entrase en la población.
Mientras tanto, los dirigentes más comprometidos procuraban escapar o esconderse para evitar las previsibles represalias y los militantes de los partidos republicanos que habían permanecido al margen de los acontecimientos, sabiendo que eran en aquel momento la pieza clave para mediar ante los militares, se ofrecieron a vigilar la cárcel hasta la entrada de las tropas en la villa.
Al mismo tiempo, los últimos revolucionarios que se mantenían en sus puestos, buscaron al delegado gubernativo Sergio León Muñiz y después de asegurar que dispondrían del tiempo necesario para esconderse, le autorizaron a trasladarse a Oviedo, acompañado también por una comisión de republicanos, para que expusiese al general López Ochoa la conveniencia de acelerar la entrada gubernamental en Mieres evitando así posibles actos incontrolados que pudiesen justificar una reacción de los soldados.
Pero aunque se logró frenar la violencia de primera hora, la represión posterior fue brutal. A finales de año habían sido detenidas más de 10.000 personas, de las que 3.500 quedaron en prisión. La suerte de los dirigentes tampoco fue la misma, mientras algunos como Belarmino Tomás conseguían escapar lejos de Asturias, entre el 20 de octubre y el 25 de diciembre fueron cayendo otros líderes conocidos, como los hermanos Llaneza, Teodomiro Menéndez, el mismo Grossi o Ramón González Peña.
Grossi se había refugiado en un primer momento en casa de un conocido derechista que le agradeció de esta forma el buen trato recibido durante su cautiverio, pero cuando éste se asustó por el edicto en el que se amenazaba severamente a quienes escondiesen a algún revolucionario, tuvo que trasladarse a su propio domicilio y allí cayó tras haber sido delatado en la mañana del 10 de noviembre. Por su parte, González Peña, el generalísimo de los mineros, también fue detenido en su casa de Ablaña en la noche del 2 al 3 de diciembre, como se encargaron de divulgar al día siguiente todos los diarios nacionales.
Resulta muy difícil conocer el número de víctimas a causa de los malos tratos y de los fusilamientos sin juicio que se dieron en aquellos días. La cifra más aproximada ronda los 200 muertos a los que hay que sumar decenas de inválidos y enloquecidos de por vida a causa de los suplicios.
Sistemáticamente se viene responsabilizando de estos abusos al Comandante Lisardo Noval, sádico torturador que operó en la cárcel Modelo de Oviedo y que llegó a Asturias el 24 de octubre, precisamente unas horas antes de la trágica madrugada de Carbayín, cuando 24 vecinos de la Cuenca del Nalón, entre los que había socialistas, anarquistas, comunistas, obreros sin filiación política y hasta un maestro de la CEDA, fueron atormentados y ajusticiados; aunque hay que tener en cuenta que él no fue nombrado delegado de Orden Público hasta el 2 de noviembre y con seguridad no tuvo nada que ver en la acción de la que debe culparse a un grupo de guardias civiles de la zona que quisieron vengar de esta forma a sus compañeros muertos en la toma del cuartel de Sama.
Pero en medio de aquel ambiente de pánico había que seguir adelante y los ayuntamientos tuvieron que retomar su actividad. En Mieres fue precisamente Sergio León Muñiz, desde su puesto de alcalde, quien a las 3 de la tarde del día 2 de noviembre presidió el pleno que se reunió en su salón de sesiones para cumplir el acuerdo tomado por la corporación en la mañana del mismo día de volver a echar a andar la maquinaria municipal lo más rápidamente que se pudiese.
Le acompañaban 26 concejales que tomaron por unanimidad el acuerdo de reprobar los sucesos revolucionarios calificándolos de lamentables y dolorosos y felicitar al gobierno por "las eficaces medidas tomadas para reprimir el movimiento". En este punto y a propuesta del concejal Manuel Martínez Díaz también se acordó consignar en el acta el sentimiento de la corporación por las víctimas de la fuerza pública y de la población civil.
Seguidamente se acordó contribuir con mil pesetas a un homenaje previsto para reconocer la «patriótica conducta» del ejército y fuerza pública, pero como en aquellos momentos no existía la liquidez necesaria para este gasto extraordinario, hubo que abrir un expediente habilitando el crédito necesario para disponer de esa suma.
Y después de cumplir con aquellas formalidades que tenían el objeto de demostrar la adhesión de las autoridades locales al orden establecido, se pasó a tratar otros asuntos más prácticos como la necesidad de reanudar los trabajos en las minas y las pequeñas industrias locales que llevaban quince días paralizadas. Para ello, lo primero era garantizar la paz y con este fin se instó a la entrega de las armas y explosivos que aún se tuviesen en los domicilios y a la denuncia de los depósitos ocultos, dejando claro a los vecinos, bajo promesa de honor, que no se tomarían medidas contra ellos.
La entrega podría hacerse en las escuelas públicas, alcaldías de barrio o incluso en el propio domicilio particular de los concejales y esta medida municipal venía a sumarse al edicto gubernamental que amenazaba a todo aquel a quien se le encontrasen en su domicilio armas o explosivos con la detención, el juicio sumarísimo y la ejecución en caso de que se comprobase esta pertenencia.
En La Felguera, donde sucedió algo parecido, se entregaron dos camiones cargados con fusiles, 17 ametralladoras y hasta un cañón, pero también hay que decir que en estos meses se tiraron al monte los primeros fugaos, en un anticipo de lo que vendría en la posguerra y que, consultando los diarios de la época, puede verse como algunos mineros se mantuvieron en armas hasta las primeras semanas de 1935. Aquí tienen otra historia que está por contarse.
En el mismo pleno se acordó hacer una relación de los desperfectos que había dejado la refriega en el edificio consistorial, de los útiles y enseres desaparecidos y de la numerosa documentación que se había destruido intencionadamente, incluyendo libros de contabilidad y de actas. Y luego se pasó a un capítulo curioso: el 19 de octubre -justo al final de la Revolución- se había precintado la caja de caudales municipales sin llegar a comprobar si había sido abierta y saqueada durante los sucesos y en consecuencia se creó una comisión para proceder a su apertura y realizar el correspondiente arqueo de fondos.
Finalmente, las últimas disposiciones que se tomaron aquella tarde dejan claro que el acoso a los alzados en octubre llegaba a todas las instancias: se acordó contratar a media docena de obreros eventuales para limpiar las calles y encargar a la comisión de régimen interior para investigar el grado de participación en la revolución de cada uno de los empleados y obreros de plantilla municipal, retirando las armas reglamentarias a toda la guardia urbana y disponiendo no sólo su cese en las labores de vigilancia sino también la prohibición de que realizasen cualquier otro trabajo en el Ayuntamiento de Mieres. Ésta, nos guste o no, es nuestra historia.
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