Después de muchas y muy laboriosas negociaciones, y de equilibrios que parecían casi imposibles, se había reducido, de forma considerable, la desigualdad social. Y el resultado fue que estábamos tan felices que casi no lo creíamos. Es más, algunos, entre los que me cuento, y no lo digo por presumir, pensábamos que aquella situación no podía durar. Y no porque fuera injusta, sino por que se estaba corriendo la voz de que habíamos llegado tan lejos que había que pararnos los pies.
Por desgracia estábamos en lo cierto. Ya ven cómo se las gastan, están disparándonos ahí donde más nos duele, en la boca del estomago. Han ordenado fuego a discreción con el pretexto de que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Qué no puede ser que un obrero tenga un piso atestado de electrodomésticos, un coche de gama media, tome cañas, tan feliz, y encima se permita el lujo de jubilarse, con apenas sesenta años, y marchar de vacaciones a Benidorm. Que eso no puede ser. Que tenemos que reducir el gasto para generar más dinero y dárselo a los bancos. Y que si no lo hacemos van a darnos una paliza, en nuestros derechos, que quedaremos tullidos para los restos.
Nos han cogido desprevenidos. Bueno, si ¿y ahora qué hacemos? ¿Les pedimos que la paliza sea leve o nos arremangamos y volvemos a hacerles frente como hicieron nuestros abuelos? Hacerles frente seria lo propio, pero la cosa está como está. La gente dice que cuanto menos política y menos gobierno mejor para todos. Y eso significa, hablando en plata, que el fascismo está a la vuelta de la esquina y se acerca a pasos agigantados.
Milio Mariño
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